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12/2/07

Con las tripas del último cura se hará lo que ya se sabe, con las del primero se forra el Corte Inglés

Damas y caballeros, consumistas y consumistas (una pena que sea un adjetivo de género invariable), se acerca esa maravillosa fecha que es San Valentín; y no es que me vaya a poner a criticarla porque soy un soltero asqueado de tanto corazoncito y tanto rosa (que lo soy), sino que me pregunto yo lo siguiente: ¿sabe el lector de dónde viene la celebración?
Pues resulta que, allá por épocas del Imperio Romano, y antes del Edicto de Milán (313 d.C.), había un señor cura llamado Valentín que casaba en secreto a parejas de cristianos; total, que como Valentín era un valiente estúpido (mira lo que le pasó a Jesucristo, y él era hijo del jefe), le dio igual que esas actividades estuvieran perseguidas (los romanos ya sabían que el matrimonio era la principal causa del divorcio, de ahí su afán por evitarlo) y al final se lo cargaron. El resultado es un mártir y/o santo y, por tanto (rima y todo), hay que darle un día.
Lector, yo he estado enamorado, y que el día de los enamorados lleve el nombre de aquel primer individuo que se dedicó a joder relaciones de pareja, me parece algo terrible. ¿Quieren merchandising?¡Adelante! Pero celebremos que los romanos libraron a montones de parejas de su ruptura y dejemos que el pobre cura se muera tranquilo, sin tanta horterada que hasta él mismo debe odiar.
Y no voy de anticlerical, ¿eh? No mas de lo necesario, claro; porque, si cada uno está en su casa y Dios en la de todos, ¿para qué necesitamos a tanto cura y tanta iglesia? El cura santón que hace buenas obras, las hará aunque no sea cura; y el cura cabrón, será menos peligroso si es sólo cabrón y no ambas cosas.

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